Querida mamá, hoy hace 40 años que te fuiste. No entendíamos nada, te fuiste después de una larga enfermedad, y no tocaba. Una familia rota, y nos quedamos huérfanos, sin nadie que nos marcara el camino, siempre a la defensiva no fuera a ser que alguien nos hiciera daño. Muchas cosas en la vida fueron difíciles de aprender: tener paciencia, estabilizarnos, estudiar… un trabajo… pero lo que más nos costó, por lo menos a mí, fue aprender a amar.
No teníamos la referencia del amor incondicional de una madre, nos sentimos estafadas, no había una madre amorosa a quien imitar, y nos hicimos el camino a base de caídas, endurecimientos que en algunos casos se volvieron callos… Sólo al cabo de los años, relativizando cosas, con la experiencia, nos empezamos a dar cuenta de que la respuesta a todo es el amor.
Amar es ayudar. Amar es dejarse ayudar. Amar es dar, pero también amar es pedir. Sentirse vulnerable es, también, amar, cuando desde la humildad empiezas a aprender a alargar la mano mirando hacia arriba, y empiezas a aceptar que alguien te dé la mano mirando hacia abajo. No hace falta saberlo todo, estar en todas las conversaciones… Eso cuesta a veces soltarlo. Todavía me doy cuenta de que digo cosas que no hacen falta, y que a veces escucho menos de lo que debería.

Eso sí, aprendí a darle la vuelta a las cosas, a aprender que es verdad el «no hay mal que por bien no venga», porque en realidad ese «bien» no quiere decir «mejor», sólo quiere decir que hay cosas de las que aprendemos cuando no van como habíamos creído.
Te eché en falta el día que me casé, me habría gustado que hubieras estado ahí para celebrar mi alegría, oír tus consejos, e intentar ayudarme para no darme de morros tantas veces como me di, con prueba y error, porque sí, sabes que yo te escuchaba.
Te eché en falta en el nacimiento de cada uno de mis hijos, que nacieron los 3 por cesárea, supongo que por el miedo de abrirme y librarme de lleno a la maternidad una, dos, y tres veces.
Te eché en falta en cada corgojeo, cada paso, cada palabra, cada nota buena o mala de los 3… en poderte llamar cuando llevaba muchas noches sin dormir y necesitaba un poco de alivio.
Y te he echado de menos cada día. Cuando te fuiste, se me quedó grabada tu imagen cuando te miraban en el mismo momento en que dejaste de respirar, y hasta anteayer yo misma creía que estaba sola contigo ahí, por lo abandonada que me sentí. Resultó que estaba Diana con nosotras en ese momento, y ella tampoco se olvidó nunca. No sabíamos que hacer. Yo, con 16, y ella con 12 años. Dos niñas. Solas. Contigo y luego, solas. A las 8.10 de la mañana.
Cuarenta años en los que, eso sí, tengo que decir que he aprendido por mi cuenta, buscando referencias, intentando encontrarme a mí misma, y quiero creer que sí, que lo estoy consiguiendo. Mis maestras han sido mi hija, amigas, mis parejas, con las que he aprendido también lo que no quiero o lo que no hay que hacer, tu hermano, los estudios, la Liga de la Leche, Louise Hay, el yoga, y también el tiempo libre. El no hacer nada. Meditar. Simplemente, ser.
Ahora, después de 40 años, he aprendido a amar, a besar, a entregar, también a pedir, a darme cuenta de que no hay que ser perfecta. A aceptarme como humana, a agradecer todos los nuevos días que van apareciendo en la vida. Y desde ahí, ayudar a quien buenamente quiera y pueda.
Aprendí a nadar, a pesar de que decías que no podría nunca nadar porque me daba miedo, a hacer natación sincronizada, nadar en aguas abiertas y hacer triatlón, a correr y hacer maratones, a amar a los perros… A ser más yo.
En el fondo, sí, mamá, te agradezco todo, porque me diste la vida, y con los años he aprendido a perdonar a quien sea que se te llevara tan pronto, para poder crecer.
Te amo, mamá